—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Y yo
sé que no me dejaste porque hubieses perdido la
esperanza.
—Fue papá quien me obligó. Soy al
fin chiquillo y tengo que obedecerle.
—Lo sé —dijo el viejo—. Es
completamente normal.
—Papá no tiene mucha fe.
—No. Pero nosotros, sí,
¿verdad?
—Sí —dijo el muchacho—.
¿Me permite brindarle una cerveza en la Terraza? Luego
llevaremos las cosas a casa.
— ¿Por qué no? —dijo el
viejo—. Entre pescadores.
Se sentaron en la Terraza. Muchos de los pescadores se
reían del viejo, pero él no se molestaba. Otros,
entre los más viejos, lo miraban y se ponían
tristes. Pero no lo manifestaban y se referían
cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde se
habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a lo
que habían visto. Los pescadores que aquel día
habían tenido éxito habían llegado y
habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre
dos tablas, dos hombres tambaleándose al extremo de cada
tabla, a la pescadería, donde esperaban a que el
camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los
que habían pescado tiburones los habían llevado a
la factoría de tiburones, al otro lado de la ensenada,
donde eran izados en aparejos de polea;
les sacaban los hígados, les cortaban las aletas
y los desollaban y cortaban su carne en trozos para
salarla.
Cuando el viento soplaba del Este el hedor se
extendía a través del puerto, procedente de la
fábrica de tiburones; pero hoy no se notaba más que
un débil tufo porque el viento había vuelto al
Norte y luego había dejado de soplar. Era agradable estar
allí, al sol en la Terraza.
—Santiago —dijo el muchacho.
—Qué —dijo el viejo—. Con el
vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos
años.
—¿Puedo ir a buscarle sardinas para
mañana?
—No. Ve a jugar al béisbol. Todavía
puedo remar y Rogelio tirará la atarraya.
—Me gustaría ir. Si no puedo pescar con
usted me gustaría servirlo de alguna manera.
—Me has pagado una cerveza —dijo el
viejo—. Ya eres un hombre.
—¿Qué edad tenía cuando me
llevo por primera vez en un bote?
—Cinco años. Y por poco pierdes la vida
cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de
destrozar el bote. ¿Te acuerdas?
—Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos,
y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos.
Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los
sedales mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el bote se
estremecía, y el estrépito que usted armaba
dándole garrotazos, como si talara un árbol, y el
pegajoso olor a sangre que me envolvía.
—¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo
he contado?
—Lo recuerdo todo, desde la primera vez que
salimos juntos.
El viejo lo miró con sus amorosos y confiados
ojos quemados por el sol.
—Si fueras hijo mío me arriesgaría a
llevarte, dijo. Pero tú eres de tu padre y de tu madre y
trabajas en un bote que tiene suerte.
—¿Puedo ir a buscarle las sardinas?
También sé donde conseguir cuatro
carnadas.
—Tengo las mías que me han sobrado de hoy.
Las puse en sal en la caja.
SEGUNDA ENTREGA
Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña
del viejo y entraron; la puerta estaba abierta. El viejo
inclinó el mástil con su vela arrollada contra la
pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a
él. El mástil era casi tan largo como la
habitación única de la choza. Esta última
estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman
guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en
el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes,
de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente
fibra, había una imagen en colores del Sagrado
Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre.
Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había
habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la
había quitado porque le hacía sentirse demasiado
solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón,
bajo su camisa limpia.
—¿Qué tiene para comer?
—preguntó el muchacho.
—Una cazuela de arroz amarillo con pescado.
¿Quieres un poco?
—No. Comeré en casa. ¿Quiere que le
encienda la candela?
—No. Yo la encenderé luego. O quizás
coma el arroz frío.
—¿Puedo llevarme la atarraya?
—Desde luego.
No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba
que la habían vendido. Pero todos los días pasaban
por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz
amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía
igualmente.
—El ochenta y cinco es un número de suerte
—dijo el viejo—. ¿Qué te parece si me
vieras volver con un pez que, en canal, pesara más de mil
libras?
—Voy a coger la atarraya y saldré a pescar
las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la
puerta?
—Sí. Tengo ahí el periódico
de ayer y voy a leer los resultados de los partidos de
béisbol.
El muchacho se preguntó si el "periódico
de ayer" no sería también una ficción. Pero
el viejo lo sacó de debajo de la cama. —Perico me lo
dio en la bodega —explicó.
—Volveré cuando haya cogido las sardinas.
Guardaré las suyas junto con las mías en el hielo y
por la mañana nos las repartiremos. Cuando yo vuelva, me
contará lo del béisbol.
—Los Yankees de Nueva York no pueden
perder.
—Pero yo les tengo miedo a los Indios de
Cleveland.
—Ten fe en los Yankees de Nueva York, hijo, piensa
en el gran DiMaggio.
—Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los
Indios de Cleveland.
—Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo
también a los Rojos de Cincinnatti y a los White Sox de
Chicago.
—Usted estudia eso y me lo cuenta cuando
vuelva.
—¿Crees que debiéramos comprar unos
billetes de la lotería que terminen en un ochenta y cinco?
Mañana hace el día ochenta y cinco.
—Podemos hacerlo —dijo el muchacho—.
Pero, ¿qué me dice de su gran récord, el
ochenta y siete? —No podría suceder dos
veces.
¿Crees que puedas encontrar un ochenta y
cinco?
—Puedo pedirlo.
—Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio.
¿Quién podría
prestárnoslos?
—Eso es fácil. Yo siempre encuentro
quién me preste dos pesos y medio.
—Creo que yo también. Pero trato de no
pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides
limosna.
—Abríguese, viejo —dijo el
muchacho—. Recuerde que estamos en septiembre.
—El mes en que vienen los grandes peces
—dijo el viejo—. En mayo cualquiera es
pescador.
—Ahora voy por las sardinas —dijo el
muchacho.
Cuando volvió el muchacho, el viejo estaba
dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho
cogió de la cama la frazada del viejo y se la echó
sobre los hombros. Eran unos hombros extraños,
todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era
también fuerte todavía, y las arrugas no se
veían tanto cuando el viejo estaba dormido y con la cabeza
derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada
tantas veces, que estaba como la vela; y los remiendos,
descoloridos por el sol, eran de varios tonos. La cabeza del
hombre era, sin embargo, muy vieja y con sus ojos cerrados no
había vida en su rostro. El periódico yacía
sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba
allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo. El
muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el
viejo todavía estaba dormido.
—Despierte, viejo —dijo el muchacho, y puso
su mano en una de las rodillas de éste. El viejo
abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de
muy lejos. Luego sonrió.
—¿Qué traes?
—preguntó.
—La comida —dijo el muchacho—. Vamos a
comer.
—No tengo mucha hambre.
—Vamos, venga a comer. No puede pescar sin
comer.
—Habrá que hacerlo —dijo el viejo,
levantándose y cogiendo el periódico y
doblándolo. Luego empezó a doblar la
frazada.
—No se quite la frazada —dijo el
muchacho—. Mientras yo viva, usted no saldrá a
pescar sin comer.
—Entonces vive mucho tiempo, y cuídate
—dijo el viejo—. ¿Qué vamos a
comer?
—Frijoles negros con arroz, plátanos fritos
y un poco de asado. El muchacho lo había traído de
La Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos juegos
de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de
papel.
—¿Quién te ha dado esto?
—Martín. El dueño.
—Tengo que darle las gracias.
—Ya yo se las he dado —dijo el
muchacho—. No tiene que dárselas usted.
—Le daré la ventrecha de un gran pescado
—dijo el viejo—. ¿Ha hecho esto por nosotros
más de una vez?
—Creo que sí.
—Entonces tendré que darle más que
la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.
—Mandó dos cervezas.
—Me gusta más la cerveza en
lata.
—Lo sé. Pero ésta es en botella.
Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas.
—Muy amable de tu parte —dijo el
viejo—.
¿Comemos? —Es lo que yo proponía
—le dijo el muchacho. No he querido abrir la cantina hasta
que estuviera usted listo.
—Ya estoy listo —dijo el viejo—.
Sólo necesitaba tiempo para lavarme. "¿Dónde
se lava?", pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a
dos cuadras de distancia, camino abajo. "Debí de haberle
traído agua —pensó el muchacho—, y
jabón, y una buena toalla. ¿Por qué
seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa
y una chaqueta para el invierno, y alguna clase de zapatos, y
otra frazada".
—Tu asado es excelente —dijo el
viejo.
—Hábleme de béisbol —le
pidió el muchacho.
—En la Liga Americana, como te dije, los
Yankees— dijo el viejo muy contento. —Hoy perdieron
—le dijo el muchacho.
—Eso no significa nada. El gran DiMaggio vuelve a
ser lo que era. —Tienen otros hombres en el equipo.
—Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En
la otra liga, entre el Brooklyn y el Filadelfia, tengo que
quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso en Dick Sisler y en
aquellos lineazos suyos en el viejo parque. Nunca hubo nada
como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan
lejos. ¿Recuerdas cuando venía a La Terraza? Yo
quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido
para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo
propusieras, y tú eras también demasiado
tímido.
—Lo sé. Fue un gran error. Pudo haber ido
con nosotros. Luego eso nos hubiera quedado para toda la vida.
—Me hubiese gustado llevar a pescar al gran DiMaggio
—dijo el viejo—. Dicen que su padre era pescador.
Quizás fuese tan pobre como nosotros y comprendiera.
—El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugó
en las Grandes Ligas cuando tenía mi edad.—Cuando yo
tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de
altura que iba al África, y he visto leones en las playas
al atardecer.
—Lo sé. Usted me lo ha contado.
—¿Hablamos de África o de
béisbol?
—Mejor de béisbol —dijo el
muchacho—. Hábleme del gran John J. McGraw. —A
veces, en los viejos tiempos, solía venir también a
La Terraza. Pero era rudo y bocón, y difícil cuando
estaba bebido. No sólo pensaba en la pelota, sino
también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de
caballos constantemente en el bolsillo y con frecuencia
pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
—Era un gran director —dijo el
muchacho—. Mi padre cree que era el más grande.
¿Quién es realmente mejor director: Luque o Mike
González?
—Creo que son iguales. —El mejor pescador es
usted. —No. Conozco otros mejores.
—Qué va —dijo el muchacho—. Hay
muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como
usted, ninguno. —Gracias. Me haces feliz. Ojalá no
se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal. —No
existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.
—Quizá no esté tan fuerte como creo
—dijo el viejo—. Pero conozco muchos trucos, y tengo
voluntad.
TERCERA ENTREGA
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no
estaba cerrada con llave; la abrió calladamente y
entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en
el primer cuarto, y el viejo podía verlo claramente a la
luz de la luna moribunda. Le cogió con suavidad un pie y
lo apretó hasta que el muchacho despertó y se
volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña
con la cabeza y el muchacho cogió su pantalón de la
silla junto a la cama y, sentándose en ella, se lo
puso.
El viejo salió afuera, y el muchacho vino tras
él. Estaba soñoliento y el viejo le echó el
brazo sobre los hombros y dijo:—Lo siento.
—Qué va —dijo el muchacho—. Es
lo que debe hacer un hombre.
Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo;
y a todo lo largo del camino, en la oscuridad, se veían
hombres descalzos portando los mástiles de sus
botes.
Cuando llegaron a la choza del viejo, el muchacho
cogió de la cesta los rollos del sedal, el arpón y
el bichero; y el viejo llevó el mástil con la vela
arrollada al hombro.
—¿Quiere usted café?
—preguntó el muchacho. —Pondremos el aparejo
en el bote y luego tomaremos un poco.Tomaron café en latas
de leche condensada en un puesto que abría temprano y
servía a los pescadores.—¿Qué tal ha
dormido, viejo? —preguntó el muchacho. Ahora estaba
despertando aunque todavía le era difícil dejar su
sueño.
—Muy bien, Manolín —dijo el
viejo—. Hoy me siento confiado.
—Lo mismo yo —dijo el muchacho—. Ahora
voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas
frescas. El dueño trae él mismo el aparejo. No
quiere nunca que nadie lleve nada.
-Somos diferentes -dijo el viejo-. Yo te dejaba llevar
las cosas cuando tenías cinco años.—Lo
sé —dijo el muchacho—. Vuelvo enseguida. Tome
otro café. Aquí tenemos
crédito.Salió, descalzo, por las rocas de coral
hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.
El viejo tomó lentamente su café. Era lo
único que bebería en todo el día, y
sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo
que le mortificaba comer, y jamás llevaba un almuerzo.
Tenía una botella de agua en la proa del bote, y eso era
lo único que necesitaba para todo el
día.
El muchacho estaba de regreso con las sardinas y las dos
carnadas envueltas en un periódico, y bajaron por la
vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo
de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al
agua.
—Buena suerte, viejo.
—Buena suerte —dijo el viejo. Ajustó
las amarras de los remos a los toletes, y echándose
adelante contra los remos, empezó a remar, y salió
del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras
playas que salían a la mar, y el viejo sentía
sumergirse las palas de los remos y empujar, aunque no
podía verlos ahora que la luna se había ocultado
detrás de las lomas.A veces alguien hablaba en un bote.
Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por
el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber
salido de la boca del puerto, y cada uno se dirigió hacia
aquella parte del océano donde esperaba encontrar peces.
El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y
dejó atrás el olor a tierra y entró remando
en el limpio olor matinal del océano. Vio la
fosforescencia de los sargazos en el agua mientras remaba sobre
aquella parte del océano que los pescadores llaman "el
gran hoyo" porque se producía una súbita hondonada
de setecientas brazas, donde se congregaba toda suerte de peces
debido al remolino que hacía la corriente contra las
escabrosas paredes del lecho del océano. Había
aquí concentraciones de camarones y peces de carnada, y a
veces manadas de calamares en los hoyos más profundos, y
de noche se levantaban a la superficie, donde todos los peces
merodeadores se cebaban en ellos.
En la oscuridad el viejo podía sentir venir la
mañana y, mientras remaba, oía el tembloroso rumor
de los peces voladores que salían del agua y el siseo que
sus rígidas alas hacían surcando el aire en la
oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces
voladores, que eran sus principales amigos en el océano.
Sentía compasión por las aves; especialmente por
las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que
andaban siempre volando y buscando, y casi nunca encontraban, y
pensó: "Las aves llevan una vida más dura que
nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes.
¿Por qué habrán hecho pájaros tan
delicados y tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el
océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y
hermosa. Pero puede ser cruel, y se encoleriza muy
súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y
cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para
la mar".
Decía siempre la mar. Así es como le dicen
en español cuando la quieren. A veces los que la quieren
hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una
mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los
que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían
botes de motor comprados cuando los hígados de
tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo
masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un
contendiente o un lugar, o un enemigo. Pero el viejo lo
concebía siempre como perteneciente al género
femenino y como algo que concedía o negaba grandes
favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque
no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo
mismo que a una mujer.
Remaba firme y seguidamente, y no le costaba un esfuerzo
excesivo porque se mantenía en su límite de
velocidad, y la superficie del océano era plana, salvo por
los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la
corriente hiciera un tercio de su trabajo; y cuando empezó
a clarear, vio que se hallaba ya más lejos de lo que
había esperado estar a esa hora.
"Durante una semana —pensó— he
trabajado en las profundas hondonadas, y no hice nada. Hoy
trabajaré allá donde están las manchas de
bonitos y albacoras, y acaso haya un pez grande con
ellos".
Antes de que se hiciera realmente de día,
había sacado sus carnadas y estaba derivando con la
corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas.
El segundo, a sesenta y cinco, y el tercero y el cuarto
descendían hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco
brazas.Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo
del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada,
sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del
anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas
frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de
modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente. No
había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran
pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor
apetecible.
El muchacho le había dado dos pequeños
bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos
como plomadas, y en los otros tenía una abultada
cojinúa y un cibele que habían sido usados antes,
pero estaban en buen estado y las excelentes sardinas les
prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un
lápiz grande, iba enroscado a una varilla verdosa, de modo
que cualquier tirón o picada al cebo haría sumergir
la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de
cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de
repuesto, de modo que, si era necesario, un pez podía
llevarse más de trescientas brazas.
El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la
borda del bote y remó suavemente para mantener los sedales
estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el
sol podía salir en cualquier momento.
El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo
pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia la
costa, desplegados a través de la corriente. El sol se
tornó más brillante y su resplandor cayó
sobre el agua; luego, al levantarse más en el cielo, el
plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta
causarle daño; y siguió remando sin mirarlo. Miraba
al agua y vigilaba los sedales que se sumergían
verticalmente en la tiniebla de ésta. Los mantenía
más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la
tiniebla de la corriente hubiera un cebo esperando, exactamente
donde él quería que estuviera, por cualquier pez
que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva
con la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los
pescadores creían que estaban a cien.
"Pero —pensó el viejo—, yo los
mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo
suerte. Pero, ¿quién sabe? Acaso hoy. Cada
día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo
prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré
dispuesto".
El sol estaba en ese momento a dos horas de altura, y no
le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora
sólo había tres botes a la vista, y lucían
muy bajo y muy lejos hacia la orilla."Toda mi vida me ha hecho
daño en los ojos el sol naciente
—pensó—. Sin embargo, todavía
están fuertes. Al atardecer, puedo mirarlo de frente sin
deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la
mañana es doloroso".
Justamente, entonces, vino una de esas aves marinas
llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo
sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose
hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego
siguió girando nuevamente.
—Ha cogido algo —dijo en voz alta el
viejo—. No sólo está mirando.Remó
lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando
círculos. No se apuró y mantuvo los sedales
verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha a
favor de la corriente, de modo que todavía estaba pescando
con corrección, pero más lejos de lo que hubiera
pescado si no tratara de guiarse por el ave.
El ave se elevó más en el aire y
volvió a girar, con sus alas inmóviles. Luego
picó de súbito, y el viejo vio una partida de peces
voladores que brotaban del agua y navegaban desesperadamente
sobre la superficie.
—Dorados —dijo en voz alta el viejo—.
Dorados grandes.
Montó los remos y sacó un pequeño
sedal de debajo de la proa. Tenía un alambre y un anzuelo
de tamaño mediano, y lo cebó con una de las
sardinas. Lo soltó por sobre la borda y lo amarró a
una argolla a popa. Luego cebó el otro sedal y lo
dejó enrollado a la sombra de la proa. Volvió a
remar y a mirar al ave negra de largas alas que ahora trabajaba a
poca altura sobre el agua.Mientras él miraba, el ave
picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo, y luego
salió agitándolas fiera y sutilmente, siguiendo a
los peces voladores. El viejo podía ver la leve comba que
formaba en el agua el dorado grande siguiendo a los peces
fugitivos. Los dorados corrían, disparados, bajo el vuelo
de los peces y estarían, corriendo velozmente, en el lugar
donde cayeran los peces voladores. "Es un gran bando de dorados
—pensó—. Están desplegados ampliamente:
pocas probabilidades de escapar tienen los peces voladores. El
ave no tiene oportunidad. Los peces voladores son demasiado
grandes para ella, y van demasiado velozmente".
El hombre observó cómo los peces voladores
irrumpían una y otra vez, y los inútiles
movimientos del ave. "Esa mancha de peces se me ha escapado
—pensó—. Se están alejando demasiado
rápidamente, y van demasiado lejos. Pero acaso coja alguno
extraviado, y es posible que mi pez grande esté en sus
alrededores. Mi pescado grande tiene que estar en alguna
parte".
Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como
montañas, y la costa era sólo una larga
línea verde con las lomas azul-grises detrás de
ella. El agua era ahora de un azul profundo, tan oscuro que casi
resultaba violado. Al bajar la vista, vio el color rojo del
plancton en el agua oscura, y la extraña luz que ahora
daba el sol. Examinó sus sedales, y los vio descender
rectamente hacia abajo, y perderse de vista; y se sintió
feliz viendo tanto plancton, porque eso significaba que
había peces.
La extraña luz que el sol hacía en el
agua, ahora que el sol estaba más alto, significaba buen
tiempo, y lo mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero el
ave estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la
superficie del agua no aparecían más que algunos
parches de amarillo sargazo requemado por el sol, y la violada,
redondeada, iridiscente y gelatinosa vejiga de una medusa que
flotaba a corta distancia del bote. Flotaba alegremente como una
burbuja con sus largos y mortíferos filamentos purpurinos
a remolque por espacio de una yarda.
—Agua mala —dijo el hombre—.
Pura.Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos,
bajó la vista hacia el agua y vio los diminutos peces que
tenían el color de los largos filamentos y nadaban entre
ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja en su
movimiento a la deriva. Eran inmunes a su veneno. Pero el hombre,
no, y cuando algunos de los filamentos se enredaban en el cordel
y permanecían allí, viscosos y violados, mientras
el viejo laboraba por levantar un pez, sufría verdugones y
excoriaciones en los brazos y manos, como los que producen el
guao y la hiedra venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua
mala actuaban rápidamente y como latigazos.
Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa
más falsa del mar, y el viejo gozaba viendo cómo se
las comían las tortugas marinas. Las tortugas las
veían, se les acercaban por delante, luego cerraban los
ojos, de modo que, con su carapacho, estaban completamente
protegidas, y se las comían con filamentos y todo. El
viejo gustaba de ver a las tortugas comiéndoselas y
gustaba de caminar sobre ellas en la playa, después de una
tormenta, oírlas reventar cuando les ponía encima
sus pies callosos.
CUARTA ENTREGA
No recordaba cuánto tiempo hacía que
había empezado a hablar solo en voz alta cuando no
tenía a nadie con quien hablar. En los viejos tiempos,
cuando estaba solo, cantaba; a veces, de noche, cuando
hacía su guardia al timón de las chalupas y los
tortugueros, cantaba también. Probablemente había
empezado a hablar en voz alta cuando se había ido el
muchacho. Pero no recordaba. Cuando él y el muchacho
pescaban juntos, por lo general hablaban únicamente cuando
era necesario. Hablaban de noche o cuando los cogía el mal
tiempo. Se consideraba una virtud no hablar innecesariamente en
el mar, y el viejo siempre lo había reconocido así
y lo respetaba. Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta
muchas veces, puesto que no había nadie a quien pudiera
mortificar.
—Si los otros me oyeran hablar en voz alta,
creerían que estoy loco —dijo—. Pero, puesto
que no estoy loco, no me importa. Los ricos tienen radios que les
hablan en sus embarcaciones y les dan las noticias del
béisbol.
"Ésta no es hora de pensar en el béisbol
—pensó—. Ahora hay que pensar en una sola
cosa. Aquella para la que he nacido. Pudiera haber un pez grande
en torno a esa mancha. Sólo he cogido un bonito extraviado
de los que estaban comiendo. Pero están trabajando
rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la
superficie viaja muy rápidamente y hacia el nordeste.
¿Será la hora? ¿O será alguna
señal del tiempo, que yo no conozco?".
Ahora no podía ver el verdor de la costa;
sólo las cimas de las verdes colinas que asomaban blancas
como si estuvieran coronadas de nieve, y las nubes
parecían altas montañas de nieve sobre ellas. El
mar estaba muy oscuro, y la luz hacía prisma en el agua. Y
las miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora
por al alto sol, y el viejo sólo veía los grandes y
profundos prismas en el agua azul que tenía una milla de
profundidad, y en la que sus largos sedales descendían
verticalmente.
Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa
especie, y sólo distinguían entre ellos por sus
nombres propios cuando venían a cambiarlos por carnadas.
Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol calentaba fuertemente
y el viejo lo sentía en la parte de atrás del
cuello, y sentía el sudor que le corría por la
espalda mientras remaba.
"Pudiera dejarme ir a la deriva
—pensó—, y dormir, y echar un lazo al dedo
gordo del pie para despertar si pican. Pero hoy hace ochenta y
cinco días, y tengo que aprovechar el tiempo".
Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio
que una de las varillas se sumergía vivamente.
—Sí —dijo—. Sí —y
montó los remos sin golpear el bote.Cogió el sedal
y lo sujetó suavemente entre el índice y el pulgar
de su mano derecha. No sintió tensión, ni peso, y
aguantó ligeramente. Luego volvió a sentirlo. Esta
vez fue un tirón de tanteo, ni sólido, ni fuerte; y
el viejo se dio cuenta, exactamente, de lo que era. A cien brazas
más abajo, una aguja estaba comiendo las sardinas que
cubrían la punta y el cabo del anzuelo en el punto donde
el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la cabeza del
pequeño bonito.
El viejo sujetó delicada y blandamente el sedal,
y con la mano izquierda lo soltó del palito verde. Ahora
podía dejarlo correr entre sus dedos sin que el pez
sintiera ninguna tensión.
A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser
enorme —pensó el viejo—. Cómelas, pez.
Cómelas. Por favor, cómelas. Están de lo
más frescas; y tú, ahí, a seiscientos pies
en el agua fría y a oscuras. Da otra vuelta en la
oscuridad y vuelve a comértelas".
Sentía el leve y delicado tirar; y luego, un
tirón más fuerte cuando la cabeza de una sardina
debía de haber sido más difícil de arrancar
del anzuelo. Luego, nada.
—Vamos, ven —dijo el viejo en voz
alta—. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a olerlas.
¿Verdad que son sabrosas? Cómetelas ahora, y luego
tendrás un bonito. Duro y frío y sabroso. No seas
tímido, pez. Cómetelas.
Esperó con el sedal entre el índice y el
pulgar, vigilándolo, y vigilando los otros al mismo
tiempo, pues el pez pudiera virar arriba o abajo. Luego
volvió a sentir la misma y suave
tracción.
—Lo cogerá —dijo el viejo en voz
alta—. Dios lo ayude a cogerlo.
No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no
sintió nada más.
—No puede haberse ido —dijo—.
¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una
vuelta. Es posible que haya sido enganchado alguna otra vez y que
recuerde algo de eso.
Luego sintió un suave contacto en el sedal y de
nuevo fue feliz.
—No ha sido más que una vuelta
—dijo—. Lo cogerá.Era feliz sintiéndolo
tirar suavemente, y luego tuvo la sensación de algo duro e
increíblemente pesado. Era el peso del pez, y dejó
que el sedal se deslizara abajo, abajo, llevándose los dos
primeros rollos de reserva. Según descendía,
deslizándose suavemente entre los dedos del viejo,
todavía él podía sentir el gran peso, aunque
la presión de su índice y de su pulgar era casi
imperceptible.
—¡Qué pez! —dijo—. Lo
lleva atravesado en la boca, y se está yendo con
él.
"Luego virará y se lo tragará",
pensó. No dijo esto porque sabía que cuando uno
dice una buena cosa, posiblemente no suceda. Sabía que
éste era un pez enorme, y se lo imaginó
alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la
boca. En ese momento sintió que había dejado de
moverse, pero el peso persistía todavía. Luego el
peso fue en aumento, y el viejo le dio más sedal.
Acentuó la presión del índice y el pulgar
por un momento, y el peso fue en aumento. Y el sedal
descendía verticalmente.
—Lo ha cogido —dijo—. Ahora
dejaré que se lo coma a su gusto.
Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos
mientras bajaba la mano izquierda y amarraba el extremo suelto de
los dos rollos de reserva al lazo de los rollos de reserva del
otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de
cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba
usando.
—Come un poquito más —dijo—.
Come bien."Cómetelo de modo que la punta del anzuelo
penetre en tu corazón y te mate
—pensó—. Sube sin cuidado y déjame
clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo?
¿Llevas suficiente tiempo a la mesa?".—¡Ahora!
—dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos;
ganó un metro de sedal; luego tiró de nuevo, y de
nuevo, balanceando cada brazo alternativamente y girando sobre
sí mismo.
No sucedió nada. El pez seguía,
simplemente, alejándose con lentitud, y el viejo no
podía levantarlo ni una pulgada. Su sedal era fuerte; era
cordel catalán y nuevo, de este año, hecho para
peces pesados, y lo sujetó contra su espalda hasta que
estuvo tan tirante que soltó gotas de agua.
Luego empezó a hacer un lento sonido de siseo en
el agua.
El viejo seguía sujetándolo,
alineándose contra el banco e inclinándose hacia
atrás. El bote empezó a moverse lentamente hacia el
noroeste.
El pez seguía moviéndose sin cesar y
viajaban ahora lentamente en el agua tranquila. Los otros cebos
estaban todavía en el agua, pero no había nada que
hacer.
—Ojalá estuviera aquí el muchacho
—dijo en voz alta—. Voy a remolque de un pez grande,
y yo soy la bita de remolque. Podría amarrar el sedal.
Pero entonces pudiera romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y
darle sedal cuando lo necesite. Gracias a Dios que va hacia
adelante, y no hacia abajo. No sé qué haré
si decide ir hacia abajo. Pero algo haré. Puedo hacer
muchas cosas.Sujetó el sedal contra su espalda y
observó su sesgo en el agua; el bote seguía
moviéndose ininterrumpidamente hacia el
noroeste.
"Esto lo matará —pensó el
viejo—. Alguna vez tendrá que parar".
Pero, cuatro horas después, el pez seguía
tirando, llevando el bote a remolque, y el viejo estaba
todavía sólidamente afincado, con el sedal
atravesado a la espalda.
—Eran las doce del día cuando lo
enganché —dijo—. Y todavía no lo he
visto ni una sola vez.
Se había calado fuertemente el sombrero de yarey
en la cabeza antes de enganchar al pez; ahora el sombrero le
cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló y,
cuidando de no sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto
pudo por debajo de la proa, y cogió la botella de agua. La
abrió y bebió un poco. Luego reposó contra
la proa. Descansó sentado en la vela y el palo que
había quitado de la carlinga, y trató de no pensar:
sólo aguantar.
Luego miró hacia atrás y vio que no
había tierra alguna a la vista. "Eso no importa
—pensó—. Siempre podré orientarme por
el resplandor de La Habana. Todavía quedan dos horas de
sol, y posiblemente suba antes de la puesta del sol. Si no, acaso
suba al venir la luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida
del sol. No tengo calambres, y me siento fuerte. Él es
quien tiene el anzuelo en la boca. Pero para tirar así,
tiene que ser un pez de marca mayor. Debe de llevar la boca
fuertemente cerrada contra el alambre. Me gustaría verlo.
Me gustaría verlo aunque sólo fuera una vez para
saber con quién tengo que
entendérmelas".
El pez no varió su curso ni su dirección
en toda la noche; al menos, hasta donde el hombre podía
juzgar, guiado por las estrellas. Después de la puesta del
sol hacía frío, y el sudor se había secado
en su espalda, sus brazos y sus piernas. De día
había cogido el saco que cubría la caja de las
carnadas y lo había tendido a secar al sol. Después
de la puesta del sol, se lo enrolló al cuello de modo que
le caía sobre la espalda. Se lo deslizó con cuidado
por debajo del sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco
mullía el sedal, y el hombre había encontrado la
manera de inclinarse hacia adelante contra la proa en una postura
que casi le resultaba confortable. La postura era, en realidad,
tan sólo un poco menos intolerable, pero la
concibió como casi confortable.
"No puedo hacer nada con él, y él no puede
hacer nada conmigo —pensó—. Al menos mientras
siga este juego".
Una vez se enderezó, orinó por sobre la
borda, miró a las estrellas y verificó el rumbo. El
sedal lucía como una lista fosforescente en el agua, que
se extendía, recta, partiendo de sus hombros. Ahora iban
más lentamente y el fulgor de La Habana no era tan fuerte.
Esto le indicaba que la corriente debía de estar
arrastrándolo hacia el este. "Si pierdo el resplandor de
La Habana, será que estamos yendo más hacia el
este", pensó, pues si el rumbo del pez se mantuviera
invariable vería el fulgor durante muchas horas
más.
"Me pregunto quién habrá ganado hoy en las
Grandes Ligas —pensó—. Sería
maravilloso tener un radio portátil para enterarse". Luego
reflexionó: "Piensa en esto; piensa en lo que estás
haciendo. No hagas ninguna estupidez". A poco, dijo en voz
alta:
—Ojalá estuviera aquí el muchacho.
Para ayudarme y para que viera esto.
"Nadie debiera estar solo en su vejez
—pensó. Pero es inevitable. Tengo que acordarme de
comer el bonito antes de que se eche a perder, a fin de conservar
las fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas, tendrás
que comerlo por la mañana. Recuerda", se dijo.
Durante la noche acudieron delfines en torno al bote.
Los sentía rolando y resoplando. Podía percibir la
diferencia entre el sonido del soplo del macho y el suspirante
soplo de la hembra.
—Son buena gente –dijo—. Juegan y
bromean y se hacen el amor. Son nuestros hermanos, como los peces
voladores.
Entonces empezó a sentir lástima por el
gran pez que había enganchado. "Es maravilloso y
extraño, y quién sabe qué edad tendrá
—pensó—. Jamás he cogido un pez tan
fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño. Puede
que sea demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando
y precipitándose locamente pudiera acabar conmigo. Pero es
posible que haya sido enganchado ya muchas veces y que sepa que
ésta es la manera de pelear. No puede saber que no hay
más que un hombre contra él, ni que este hombre es
un anciano. Pero, ¡qué pez más grande! y
qué bien lo pagarán en el mercado, si su carne es
buena. Cogió la carnada como un macho, y tira como un
macho, y no hay pánico en su manera de pelear. Me pregunto
si tendrá algún plan o si estará, como yo,
en la desesperación".
Recordó aquella vez en que había
enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho
dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez
enganchado, la hembra, presentó una pelea fiera,
desesperada y llena de pánico, que no tardó en
agotarla. Durante todo ese tiempo, el macho permaneció con
ella, cruzando el sedal y girando con ella en la superficie.
Había permanecido tan cerca, que el viejo había
temido que cortara el sedal con la cola, que era afilada como una
guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando
el viejo la había enganchado con el bichero, la
había golpeado sujetando su mandíbula en forma de
espada y de áspero borde, y golpeado en la cabeza hasta
que su color se había tornado como el de la parte de
atrás de los espejos; y luego cuando, con ayuda del
muchacho, la había izado a bordo, el macho había
permanecido junto al bote. Después, mientras el viejo
levantaba los sedales y preparaba el arpón, el macho dio
un brinco en el aire junto al bote para ver dónde estaba
la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad
con sus alas azul-rojizas, que eran sus aletas pectorales,
desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo
color. "Era hermoso", recordaba el viejo. Y se había
quedado junto a su hembra.
"Es lo más triste que he visto jamás en
ellos —pensó—. El muchacho también
había sentido tristeza, y le pedimos perdón a la
hembra y le abrimos el vientre prontamente".
QUINTA ENTREGA
Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales
que tenía detrás. Sintió que el palito se
rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente
sobre la regala del bote. En la oscuridad sacó el cuchillo
de la funda y, echando toda la presión del pez sobre el
hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y
cortó el sedal contra la madera de la regala. Luego
cortó el otro sedal más próximo, y en la
oscuridad sujetó los extremos sueltos de los rollos de
reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su
pie sobre los rollos para sujetarlos mientras apretaba los nudos.
Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de
cada carnada, que había cortado, y los dos del cebo que
había cogido el pez. Y todos estaban enlazados.
"Tan pronto como sea de día
—pensó—, me llegaré hasta el cebo de
cuarenta brazas y lo cortaré también y
enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido
doscientas brazas del buen cordel catalán y los anzuelos y
alambres. Eso puede ser reemplazado. Pero este pez,
¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces,
pudiera soltarse. Me pregunto qué peces habrán sido
los que acaban de picar. Pudiera ser una aguja, o un emperador o
un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que
deshacerme de él demasiado pronto".
En voz alta dijo:—Me gustaría que el
muchacho estuviera aquí.
"Pero el muchacho no está contigo",
pensó.
"No cuentas más que contigo mismo, y
harías bien en llegarte hasta el último sedal,
aunque sea en la oscuridad y empalmar los dos rollos de
reserva".
Fue lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad, y
una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces,
y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le
corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y se
secó antes de llegar a su barbilla, y el hombre
volvió a la proa y se apoyó contra la madera.
Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal
de modo que pasara por otra parte de sus hombros y,
sujetándolo en estos, tanteó con cuidado la
tracción del pez y luego metió la mano en el agua
para sentir la velocidad del bote.
"Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo
impulso —pensó—. El alambre debe de haber
resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad su lomo no
puede dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede
seguir tirando eternamente de este bote por grande que sea. Ahora
todo lo que pudiera estorbar está despejado y tengo una
gran reserva de sedal: no hay mas que pedir".
—Pez —dijo, dulcemente en voz alta—,
seguiré hasta la muerte.
"Y él seguirá también conmigo, me
imagino", pensó el viejo, y se puso a esperar a que fuera
de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer,
hacía frío, y se apretó contra la madera en
busca de calor. "Voy a aguantar tanto como él",
pensó. Y, con la primera luz, el sedal se extendió
a los lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía sin
cesar y cuando se levanto el primer filo de sol fue a posarse
sobre el hombro derecho del viejo.
—Se ha dirigido hacia el norte —dijo el
viejo.
"La corriente nos habrá desviado mucho al este
—pensó—. Ojalá virara con la corriente.
Eso indicaría que se estaba cansando".
Cuando el sol se hubo levantado más, el viejo se
dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Sólo una
señal favorable, el sesgo del sedal, indicaba que nadaba a
menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera
a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo
—Dios quiera que suba —dijo el viejo—.
Tengo suficiente sedal para manejarlo.
"Puede que si aumento un poquito la tensión le
duela y surja a la superficie —pensó—. Ahora
que es de día, conviene que salga para que llene de aire
los sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a
morir a las profundidades".
Trató de aumentar la tensión, pero el
sedal había sido estirado ya todo lo que daba desde que
había enganchado al pez y, al inclinarse hacia
atrás, sintió la dura tensión de la cuerda y
se dio cuenta de que no podía aumentarla. "Tengo que tener
cuidado de no sacudirlo —pensó—. Cada sacudida
ensancha la herida que hace el anzuelo y, si brinca, pudiera
soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por
esta vez no tengo que mirarlo de frente".
Había algas amarillas en el sedal, pero el viejo
sabía que eso no hacía más que aumentar la
resistencia del bote, y el viejo se alegró. Eran las algas
amarillas del Golfo —el sargazo— las que
habían producido tanta fosforescencia de noche.
—Pez —dijo—, yo te quiero y te respeto
muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que
termine este día…
"Ojalá", pensó.Un pajarito vino volando
hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca
que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que
estaba muy cansado. El pájaro llegó hasta la popa
del bote y descansó allí. Luego voló en
torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde
estaba más cómodo.
—¿Qué edad tienes?
—preguntó el viejo al pájaro—.
¿Es éste tu primer viaje?
El pájaro lo miró al oírlo hablar.
Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se
balanceó asiéndose fuertemente a él con sus
delicadas patas.
—Estás firme —le dijo el
viejo—. Demasiado firme. Después de una noche sin
viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen
los pájaros?
"Los gavilanes —pensó— salen al mar a
esperarlos". Pero no le dijo nada de esto al pajarito, que de
todos modos no podía entenderlo y que ya tendría
tiempo de conocer a los gavilanes.
—Descansa, pajarito, descansa —dijo—.
Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o
pez.
Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había
endurecido de noche y ahora le dolía
realmente.—Quédate en mi casa si quieres, pajarito
—dijo—. Lamento que no pueda izar la vela y llevarte
a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero
estás con un amigo.
Justamente entonces el pez dio una súbita
sacudida; el viejo fue a dar contra la proa; y hubiera
caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un
poco de sedal.
El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal
se sacudió, y el viejo ni siquiera lo había visto
irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y
notó que su mano sangraba.
—Algo lo ha lastimado —dijo en voz alta, y
tiró del sedal para ver si podía virar al pez. Pero
cuando llegaba a su máxima tensión, sujetó
firme y se echó hacia atrás para formar
contrapeso.
—Ahora lo estás sintiendo, pez
—dijo—. Y bien sabe Dios que también yo lo
siento. Miró en derredor a ver si veía al
pájaro, porque le hubiera gustado tenerlo de
compañero. El pájaro se había
ido.
"No te has quedado mucho tiempo —pensó el
viejo—. Pero a dónde vas, va a ser más
difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo
me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del
pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizá
sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él.
Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me
comeré el bonito para que las fuerzas no me
fallen".
—Ojalá estuviera aquí el muchacho, y
que tuviera un poco de sal —dijo en voz alta.
Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo
y arrodillándose con cuidado, lavó la mano en el
mar y la mantuvo allí sumergida, por más de un
minuto, viendo correr la sangre y deshacerse en estela, y el
continuo movimiento del agua contra su mano al moverse el
bote.
—Ahora va mucho más lentamente —dijo.
Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada
por más tiempo, pero temía otra súbita
sacudida del pez y se levantó y se afianzó y
alzó la mano contra el sol. Era sólo un roce del
sedal lo que había cortado su carne. Pero era en la parte
con que tenía que trabajar. El viejo sabía que
antes de que esto terminara necesitaría sus manos, y no le
gustaba nada estar herido antes de empezar.
—Ahora —dijo, cuando su mano se hubo
secado— tengo que comer ese pequeño bonito. Puedo
alcanzarlo con el bichero y comérmelo aquí
tranquilamente.
Se arrodilló y halló el bonito bajo la
popa con el bichero y lo atrajo hacia sí evitando que se
enredara en los rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente
con el hombro izquierdo y apoyándose en el brazo
izquierdo, sacó el bonito del garfio del bichero y puso de
nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla sobre el
pescado y arrancó tiras de carne oscura longitudinalmente
desde la parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran tiras
en forma de cuña y las arrancó desde la proximidad
del espinazo hasta el borde del vientre. Cuando hubo arrancado
seis tiras las tendió en la madera de la popa,
limpió su cuchillo en el pantalón y levantó
el resto del bonito por la cola y lo tiró por sobre la
borda.
—No creo que pueda comerme uno entero —dijo,
y cortó por la mitad una de las tiras. Sentía la
firme tensión del sedal y su mano izquierda tenía
calambre. La corrió hacia arriba sobre el duro sedal y la
miró con disgusto.
— ¿Qué clase de mano es ésta?
—dijo—. Puedes coger calambre si quieres. Puedes
convenirse en una garra. De nada te va a servir. "Vamos",
pensó, y miró al agua oscura y al sesgo del sedal.
"Cómetelo ahora y le dará fuerza a la mano. No es
culpa de la mano, y llevas muchas horas con el pez. Pero puedes
quedarte siempre con él. Cómete ahora el
bonito".
Cogió un pedazo, se lo llevó a la boca y
lo masticó lentamente. No era
desagradable."Mastícalo bien —pensó—, y
no pierdas ningún jugo. Con un poco de limón o lima
o con sal no estaría mal". — ¿Cómo te
sientes, mano? —Preguntó a la que tenía
calambre y que estaba casi rígida como un
cadáver—. Ahora comeré un poco para
ti.
SEXTA ENTREGA
Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de
cuán solo se encontraba. Pero veía los prismas en
el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la
extraña ondulación de la calma. Las nubes se
estaban acumulando ahora para la brisa, y miró adelante y
vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el
cielo sobre el agua, luego formaban un borrón y
volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta
de que nadie está jamás solo en el mar.
Recordó cómo algunos hombres temían
hallarse fuera de la vista de tierra en un botecito; y en los
mares de súbito mal tiempo tenían razón.
Pero ahora era el tiempo de los ciclones, y cuando no hay
ciclón en el tiempo de los ciclones es el mejor tiempo del
año.
"Si hay ciclón, siempre puede uno ver las
señales varios días antes en el mar. En tierra no
las ven porque no saben reconocerlas –pensó—.
En tierra debe notarse también por la forma de las nubes.
Pero ahora no hay ciclón a la vista".
Miró al cielo y vio la formación de los
blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y
más arriba se veían las tenues plumas de los cirros
contra el alto de septiembre.
—Brisa ligera —dijo—. Mejor tiempo
para mí que para ti, pez.Su mano izquierda estaba
todavía presa del calambre, pero la iba soltando poco a
poco."Detesto el calambre —pensó—. Es una
traición del propio cuerpo. Es humillante ante los
demás tener diarrea producida por envenenamiento de
promaínas o vomitar por lo mismo. Pero el calambre lo
humilla a uno, especialmente cuando está solo. Si el
muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y
soltarla, desde el antebrazo —pensó—. Pero ya
se soltará".
Luego palpó con la mano derecha para conocer la
diferencia de tensión en el sedal; después vio que
el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra
el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.
—Está subiendo —dijo—. Vamos,
mano. Ven, te lo pido.
El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego la
superficie del mar se combó delante del bote y
salió el pez. Surgió interminablemente y manaba
agua por sus copados. Brillaba al sol, y su cabeza y lomo eran de
un púrpura oscuro, y al sol las franjas de sus costados
lucían anchas y de un tenue color azul-rojizo. Su espada
era tan larga como un bate de béisbol, yendo de mayor a
menor como un estoque. El pez apareció sobre el agua en
toda su longitud, y luego volvió a entrar en ella
dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de
guadaña de su cola sumergiéndose, y el sedal
comenzó a correr velozmente.
—Es dos pies más largo que el bote
—dijo el viejo. El sedal seguía corriendo veloz pero
gradualmente, y el pez no tenía pánico. El viejo
trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor
tensión posible sin que se rompiera. Sabía que si
no podía demorar al pez con una presión continuada,
el pez podía llevarse todo el sedal y romperlo.
"Es un gran pez y tengo que convencerlo
—pensó—
No debo permitirle jamás que se dé cuenta
de su fuerza ni de lo que podría hacer si echara "a
correr". Si yo fuera él emplearía ahora toda la
fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pero, a Dios
gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los
matamos; aunque son más nobles y más
hábiles".
El viejo había visto muchos peces grandes.
Había visto muchos que pesaban más de mil libras, y
había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero
nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de tierra, estaba
sujeto al más grande pez que había visto
jamás, más grande que cuantos conocía de
oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan
rígida como las garras convulsas de un
águila.
"Pero ya se soltará —pensó—.
Con seguridad que se le quitará el calambre para que pueda
ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar
hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el
calambre". El pez había demorado de nuevo su velocidad y
seguía a su ritmo habitual.
"Me pregunto por qué habrá salido a la
superficie —pensó el viejo—. Brincó
para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé
—pensó—. Me gustaría demostrarle
qué clase de hombre soy. Pero entonces vería la
mano con calambre. Que piense que soy más hombre de lo que
soy, y lo seré. Quisiera ser el pez, con todo lo que
tiene, frente a mi voluntad y a mi inteligencia
solamente"
Se acomodó confortablemente contra la madera y
aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez
seguía nadando sin cesar, y el bote se movía
lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de
oleaje con el viento que venía del este, y al
mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del
calambre.
—Malas noticias para ti, pez —dijo, y
movió el sedal sobre los sacos que cubrían sus
hombros. Estaba cómodo, pero sufría, aunque era
incapaz de confesar su sufrimiento.
—No soy religioso —dijo—. Pero
rezarían diez padrenuestros y diez avemarías por
pescar este pez, y prometo hacer una peregrinación a la
Virgen del Cobre si lo pesco. Lo prometo.
Comenzó a decir sus oraciones de modo
mecánico. A veces se sentía tan cansado que no
recordaba la oración, pero luego las decía
rápidamente, para que salieran automáticamente.
"Las avemarías son más fáciles de decir que
los padrenuestros", pensó.
—Dios te salve, María, llena eres de
gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre
todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre,
Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por
nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte,
Amén.
Luego añadió: —Virgen bendita, ruega
por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso.
Dichas sus oraciones y sintiéndose mejor, pero
sufriendo igualmente, y acaso un poco más, se
inclinó contra la madera de proa y empezó a activar
mecánicamente los dedos de su mano izquierda.
El sol calentaba fuerte ahora, aunque se estaba
levantando ligeramente la brisa.—Será mejor que
vuelva a poner cebo al sedal de popa —dijo—. Si el
pez decide quedarse otra noche, necesitaré comer de nuevo
y queda poca agua en la botella. No creo que pueda conseguir
aquí más que un dorado. Pero si lo como bastante
fresco, no será malo. Me gustaría que viniera a
bordo esta noche un pez volador. Pero no tengo luz para atraerlo.
Un pez volador es excelente para comerlo crudo y no
tendría que limpiarlo. Tengo que ahorrar ahora toda mi
fuerza.
"¡Cristo! ¡No sabía que fuera tan
grande!".—Sin embargo, lo mataré —dijo—.
Con toda su gloria y su grandeza."Aunque es injusto
—pensó—. Pero le demostraré lo que
puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar".
—Ya le dije al muchacho que yo era un hombre
extraño, —dijo—. Ahora es el momento de
demostrarlo.
El millar de veces que lo había demostrado no
significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez era
una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba
jamás en el pasado.
"Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo, y
soñar con los leones —pensó—.
¿Por qué, de lo que queda, serán los leones
lo principal? No pienses, viejo —se dijo—. Reposa
dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja.
Trabaja tú lo menos que puedas".Estaba ya entrada la tarde
y el bote todavía se movía lenta y seguidamente.
Pero la brisa del este contribuía ahora a la resistencia
del bote, y el viejo navegaba suavemente con el ligero oleaje, y
el escozor del sedal en la espalda le era leve y
llevadero.
Una vez, en la tarde, el sedal empezó a alzarse
de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel
ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y
el hombro izquierdos y en la espalda. Por eso sabía que el
pez había virado al nordeste.
Ahora que lo había vino una vez, podía
imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas
pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la
tiniebla. "Me pregunto cómo podrá ver a tanta
profundidad —pensó—. Sus ojos son enormes, y
un caballo, con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. En
otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en
la tiniebla completa. Pero veía casi como los
gatos".
El sol y el continuo movimiento de sus dedos
habían librado completamente de calambre la mano
izquierda, y empezó a pasar más presión a
esta mano contrayendo los músculos de su espalda para
repartir un poco el escozor del sedal.
—Si no estás cansado, pez —dijo en
voz alta—, debes de ser muy extraño.
Se sentía ahora muy cansado y sabía que
pronto vendría la noche y trató de pensar en otras
cosas. Pensó en las Grandes Ligas. Sabía que los
Yankees de Nueva York estaban jugando contra los Tigres de
Detroit.
"Éste es el segundo día en que no me
entero del resultado de los juegos —pensó—.
Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran DiMaggio, que
hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la
espuela de hueso en el talón. ¿Qué cosa es
una espuela de hueso? —se preguntó—. Nosotros
no las tenemos. ¿Será tan dolorosa como la espuela
de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que
no podría soportar eso, ni la pérdida de uno de los
ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de
pelea. El hombre no es gran cosa junto a las grandes aves y a las
fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que
está allá abajo en la tiniebla del mar".
—No sé —dijo en voz alta—.
Nunca he tenido una espuela de hueso.
El sol se estaba poniendo. Para darse más
confianza, el viejo recordó aquella vez, cuando, en la
taberna de Casablanca, había pulseado con el gran negro de
Cienfuegos, que era el hombre más fuerte de los muelles.
Habían estado un día y una noche con sus codos
sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y
las manos agarradas. Cada uno trataba de bajar la mano del otro
hasta la mesa. Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y
salía del local bajo las luces de queroseno, y él
miraba al brazo y a la mano del negro, y a la cara del
negro.
SÉPTIMA ENTREGA
Justamente antes del anochecer, cuando pasaban junto a
una gran isla de sargazo que se alzaba y bajaba y balanceaba con
el leve oleaje, como si el océano estuviera haciendo el
amor con alguna cosa, bajo una manta amarilla un dorado se
prendió en su sedal pequeño. El viejo lo vio
primero cuando brincó al aire, oro verdadero a los
últimos rayos del sol, doblándose y
debatiéndose fieramente. Volvió a surgir, una y
otra vez, en las acrobáticas salidas que le dictaba su
miedo. El hombre volvió como pudo a la popa, y
agachándose y sujetando el sedal grande con la mano y el
brazo derecho tiró del dorado con su mano izquierda,
plantando su descalzo pie izquierdo sobre cada tramo de sedal que
iba ganando. Cuando el pez llegó a popa, dando cortes y
zambullidas, el viejo se inclinó sobre la popa y
levantó al bruñido pez de oro de pintas
violáceas por sobre ésta. Sus mandíbulas
actuaban convulsivamente en rápidas mordidas contra el
anzuelo y batió el fondo del bote con su largo cuerpo
plano, su cola y su cabeza, hasta que el viejo le pegó en
la brillante cabeza dorada. Entonces se estremeció y se
quedó quieto.
El viejo desenganchó al pez, volvió a
cebar el sedal con otra sardina y lo arrojó al agua.
Después volvió lentamente a la proa. Se lavó
la mano izquierda y se la secó en el pantalón.
Luego pasó el grueso sedal de la mano derecha a la mano
izquierda y lavó la mano derecha en el mar mientras
clavaba la mirada en el sol que se hundía en el
océano, y en el sesgo del sedal grande.
—No ha cambiado nada en absoluto
—dijo.
Pero observando el movimiento del agua contra su mano,
notó que era perceptiblemente más lento.
—Voy a amarrar los dos remos uno contra otro y a
colocarlos de través detrás de la popa: eso
retardará de noche su velocidad —dijo—. Si el
pez se defiende bien de noche, yo también.
"Sería mejor limpiar el dorado un poco
después para que la sangre se quedara en la carne —
pensó—. Puedo hacer eso un poco más tarde y
amarrar los remos para hacer un remolque al mismo tiempo.
Será mejor dejar tranquilo al pez por ahora y no
perturbarlo demasiado a la puesta del sol. La puesta del sol es
un momento difícil para todos los peces".
Dejó secar su mano en el aire, luego cogió
el sedal con ella y se acomodó lo mejor posible y se
dejó tirar adelante contra la madera para que el bote
aguantara la presión tanto o más que
él.
"Estoy aprendiendo a hacerlo —pensó—.
Por lo menos esta parte. Y luego, recuerda que el pez no ha
comido desde que cogió la carnada, y que es enorme, y
necesita mucha comida. Ya me he comido un bonito entero.
Mañana me comeré el dorado. Quizá me coma un
poco cuando lo limpie. Será más difícil de
comer que el bonito. Pero, después de todo, nada es
fácil"
—¿Cómo te sientes, pez?
—preguntó en voz alta—. Yo me siento bien, y
mi mano izquierda va mejor, y tengo comida para una noche y un
día. Sigue tirando del bote, pez.
No se sentía realmente bien porque el dolor que
le causaba el sedal en la espalda había rebasado casi el
dolor y pasado a un entumecimiento que le parecía
sospechoso. "Pero he pasado cosas peores
—pensó—. Mi mano sólo está un
poco rozada y el calambre ha desaparecido de la otra. Mis piernas
están perfectamente. Y además, ahora te llevo
ventaja en la cuestión del sustento".
Ahora es de noche, pues en septiembre se hace de noche
rápidamente después de la puesta del sol. Se
echó contra la madera gastada de la proa y reposó
todo lo posible. Habían salido las primeras estrellas. No
conocía el nombre de Venus, pero la vio, y sabía
que pronto estarían todas a la vista, y que tendría
consigo a todas sus amigas lejanas.
—El pez es también mi amigo —dijo en
voz alta—. Jamás he visto un pez así, ni he
oído hablar de él. Pero tengo que matarlo. Me
alegra que no tengamos que tratar de matar a las
estrellas.
"Imagínate que cada día tuviera uno que
tratar de matar a la luna —pensó—. La luna se
escapa. Pero, ¡imagínate que tuviera uno que tratar
diariamente de matar al sol! Nacimos con suerte".
Luego sintió pena por el gran pez que no
tenía nada que comer, y su decisión de matarlo no
se aflojó por eso un instante. "Podría alimentar a
mucha gente —pensó—. Pero,
¿serán dignos de comerlo? No, desde luego que no.
No hay persona digna de comérselo, a juzgar por su
comportamiento y su gran dignidad".
"No comprendo estas cosas —pensó—.
Pero es bueno que no tengamos que tratar de matar al sol o a la
luna o a las estrellas. Basta con vivir del mar y matar a
nuestros verdaderos hermanos".
"Ahora —meditó— tengo que pensar en
el remolque para demorar la velocidad. Tiene sus peligros y sus
méritos. Pudiera perder tanto sedal que pierda al pez si
hace su esfuerzo y si el remolque de remos está en su
lugar y el bote pierde toda su ligereza. Su ligereza prolonga el
sufrimiento de nosotros dos, pero es mi seguridad, puesto que el
pez tiene una gran velocidad que no ha empleado todavía.
Pase lo que pase, tengo que limpiar el dorado a fin de que no se
eche a perder y comer una parte de él para estar
fuerte".
"Ahora descansaré una hora más, y
veré si continúa firme y sin alteración
antes de volver a la popa, y hacer el trabajo, y tomar una
decisión. Entre tanto, veré cómo se porta y
si presenta algún cambio. Los remos son un buen truco,
pero ha llegado el momento de actuar sobre seguro. Todavía
es mucho pez, y he visto que el anzuelo estaba en el canto de su
boca, y ha mantenido la boca herméticamente cerrada. El
castigo del anzuelo no es nada. El castigo del hambre y el que se
halle frente a una cosa que no comprende, lo es todo. Descansa
ahora, viejo, y déjalo trabajar hasta que llegue tu
turno".
Descansó durante lo que creyó
serían dos horas. La luna no se levantaba ahora hasta
tarde y no tenía modo de calcular el tiempo. Y no
descansaba realmente, salvo por comparación.
Todavía llevaba con los hombros la presión del
sedal, pero puso la mano izquierda en la regala de proa y fue
confiando cada vez más resistencia al propio
bote.
"Qué simple seria si pudiera amarrar el sedal
—pensó—. Pero con una brusca sacudida
podría romperlo. Tengo que amortiguar la tensión
del sedal con mi cuerpo y estar dispuesto en todo momento a
soltar sedal con ambas manos".
—Pero todavía no has dormido, viejo
—dijo en voz alta—. Ha pasado medio día y una
noche, y ahora otro día, y no has dormido. Tienes que
idear algo para poder dormir un poco si el pez sigue tirando
tranquila y seguidamente. Si no duermes, pudiera
nublársete la cabeza.
"Ahora tengo la cabeza despejada
—pensó—. Demasiado despejada. Estoy tan claro
como las estrellas, que son mis hermanas. Con todo, debo dormir.
Ellas duermen, y la luna y el sol también duermen, y hasta
el océano duerme a veces, en ciertos días, cuando
no hay corriente y se produce una calma chicha".
"Pero recuerda dormir —pensó—.
Oblígate a hacerlo e inventa algún modo simple y
seguro de atender a los sedales. Ahora vuelve allá y
prepara el dorado. Es demasiado peligroso armar los remos en
forma de remolque y dormirse".
"Podría pasarme sin dormir —se dijo—.
Pero sería demasiado peligroso".
Empezó a abrirse paso de nuevo hacia la popa, a
gatas, con manos y rodillas, cuidando de no sacudir el sedal del
pez. "Éste pudiera estar ya medio dormido
—pensó—. Pero no quiero que descanse. Debe
seguir tirando hasta que muera".
De vuelta en la popa, se volvió de modo que su
mano izquierda aguantaba la tensión del sedal a
través de sus hombros y sacó el cuchillo de la
funda con la mano derecha.
Ahora las estrellas estaban brillantes, y vio claramente
el dorado, y le clavó el cuchillo en la cabeza y lo
sacó de debajo de la popa. Puso uno de sus pies sobre el
pescado, y lo abrió rápidamente desde la cola hasta
la punta de su mandíbula inferior. Luego soltó el
cuchillo y lo destripó con la mano derecha
limpiándolo completamente y arrancándole de cuajo
las agallas. Sintió la tripa pesada y resbaladiza en su
mano, y la abrió. Dentro había dos peces voladores.
Estaban frescos y duros, y los puso uno junto al otro, y
arrojó las tripas a las aguas por sobre la popa. Se
hundieron dejando una estela de fosforescencia en el agua. El
dorado estaba ahora frío y de un leproso blanco-gris a la
luz de las estrellas; y el viejo le arrancó el pellejo de
un costado mientras sujetaba su cabeza con el pie derecho. Luego
lo viró y peló la otra parte, y con el cuchillo
levantó la carne de cada costado desde la cabeza a la
cola.
Soltó el resto sobre la borda y miró a ver
si se producía algún remolino en el agua. Pero
sólo se percibía la luz de su lento descenso. Se
volvió entonces y puso los dos peces voladores dentro de
los filetes de pescado y, volviendo el cuchillo a la funda,
regresó lentamente a la proa. Su espalda era doblada por
la presión del sedal que corría sobre ella mientras
él avanzaba con el pescado en la mano derecha.
De vuelta en la proa, puso los dos filetes de pescado en
la madera y los peces voladores junto a ellos. Después de
esto, afirmó el sedal a través de sus hombros y en
un lugar distinto, y lo sujetó de nuevo con la mano
izquierda apoyada en la regala. Luego se inclinó sobre la
borda y lavó los peces voladores en el agua notando la
velocidad del agua contra su mano. Su mano estaba fosforescente
por haber pelado al pescado y observó el flujo del agua
contra ella. El flujo era menos fuerte y al frotar el canto de su
mano contra la tablazón del bote salieron flotando
partículas de fósforo y derivaron lentamente hacia
popa.—Se está cansando o descansando —dijo el
viejo—. Ahora déjame comer este dorado, y tomar
algún descanso, y dormir un poco.
Bajo las estrellas en la noche, que se iba tornando cada
vez más fría, se comió la mitad de uno de
los filetes de dorado y uno de los peces voladores limpio de
tripa y sin cabeza.—Qué excelente pescado es el
dorado para comerlo cocinado —dijo—. Y qué
pescado más malo es crudo. Jamás volveré a
salir en un bote sin sal o limones."Si hubiera tenido cerebro,
habría echado agua sobre la proa todo el día. Al
secarse, habría hecho sal —pensó—. Pero
el hecho es que no enganché el dorado hasta cerca de la
puesta del sol. Sin embargo, fue una falta de previsión.
Pero lo he masticado bien y no siento náuseas".
OCTAVA ENTREGA
La luna se había levantado hacía mucho
tiempo, pero él seguía durmiendo, y el pez
seguía tirando seguidamente del bote, y éste
entraba en un túnel de nubes.
Lo despertó la sacudida de su puño derecho
contra su cara y el escozor del sedal pasando por su mano
derecha. No tenía sensación en su mano izquierda,
pero frenó todo lo que pudo con la derecha y el sedal
seguía corriendo precipitadamente. Por fin su mano
izquierda halló el sedal, y el viejo se echó hacia
atrás contra el sedal, y ahora le quemaba la espalda y la
mano izquierda, y su mano izquierda estaba aguantando toda la
tracción, y se estaba desollando malamente. Volvió
la vista a los rollos de sedal y vio que se estaban desenrollando
suavemente. Justo entonces el pez irrumpió en la
superficie haciendo un gran desgarrón en el océano,
y cayó pesadamente luego. A poco, volvió a
irrumpir, brincando una y otra vez, y el bote iba velozmente
aunque el sedal seguía corriendo, y el viejo estaba
llevando la tensión hasta su máximo de resistencia,
repetidamente, una y otra vez. El pez había tirado de
él contra la proa, y su cara estaba contra la tajada
suelta del dorado y no podía moverse.
"Esto es lo que esperábamos
—pensó—. Así pues, vamos a
aguantarlo".
"Que tenga que pagar por el sedal
—pensó—. Que tenga que pagarlo
bien".
No podía ver los brincos del pez sobre el agua:
sólo sentía la rotura del océano y el pesado
golpe contra el agua al caer.
La velocidad del sedal desollaba sus manos, pero nunca
había ignorado que esto sucedería, y trató
de mantener el roce sobre sus partes callosas y de no dejar
escapar el sedal a la palma, para evitar que le desollara los
dedos.
"Si el muchacho estuviera aquí, mojaría
los rollos de sedal —pensó—. Sí. Si el
muchacho estuviera aquí. Si el muchacho estuviera
aquí".
El sedal se iba más y más, pero ahora
más lentamente, y el viejo estaba obligando al pez a ganar
con trabajo cada pulgada de sedal. Ahora levantó la cabeza
de la madera y la sacó de la tajada de pescado que su
mejilla había aplastado. Luego se puso de rodillas y
seguidamente se puso de pie con lentitud. Estaba cediendo sedal,
pero más lentamente cada vez. Logró volver adonde
podía sentir con el pie los rollos de sedal que no
veía. Quedaba todavía suficiente sedal y ahora el
pez tenía que vencer la fricción de todo aquel
nuevo sedal a través del agua.
"Sí —pensó—. Y ahora ha salido
más de una docena de veces fuera del agua y ha llenado de
aire las bolsas a lo largo del lomo y no puede descender a morir
a las profundidades de donde yo no pueda levantarlo. Pronto
empezará a dar vueltas. Entonces tendré que empezar
a trabajarlo. Me pregunto qué le habrá hecho
brincar tan de repente fuera del agua. ¿Habrá sido
el hambre, llevándolo a la desesperación, o
habrá sido algo que lo asustó en la noche?
Quizás haya tenido miedo de repente. Pero era un pez
tranquilo, tan fuerte, y pareció tan valeroso y
confiado… Es extraño".
—Mejor será que tú mismo no tengas
miedo y que tengas confianza, viejo —dijo—. Lo
estás sujetando de nuevo, pero no puedes recoger sedal.
Pronto tendrá que empezar a girar en derredor.
El viejo sujetaba ahora al pez con su mano izquierda y
con sus hombros, y se inclinó y cogió agua en el
hueco de la mano derecha para quitarse de la cara la carne
aplastada del dorado. Temía que le diera náuseas, y
vomitara, y perdiera sus fuerzas. Cuando hubo limpiado la cara,
lavó la mano derecha en el agua por sobre la borda, y
luego la dejó en el agua salada mientras percibía
la aparición de la primera luz que precede a la salida del
sol.
"Va casi derecho al este —pensó—. Eso
quiere decir que está cansado y que sigue la corriente.
Pronto tendrá que girar. Entonces empezará nuestro
verdadero trabajo".
Después de considerar que su mano derecha llevaba
suficiente tiempo en el agua, la sacó y la
miró.
—No está mal dijo—. Para un hombre,
el dolor no importa.Sujetó el sedal con cuidado, de tal
forma que no se ajustara a ninguna de las recientes rozaduras, y
lo corrió de modo que pudiera poner su mano izquierda en
el mar por sobre el otro costado del bote.
—Lo has hecho bastante bien y no en balde
—dijo a su mano izquierda—. Pero hubo un momento en
que no podía encontrarte.
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